José Antonio Galán y la rebelión de los comuneros
El 16 de Marzo de 1781 en el Socorro (Santander) una turba enfurecida se levantó contra los abusos y oprobios de la dominación colonial. Manuela Beltrán, mujer humilde y aguerrida, arrancó e hizo añicos el edicto que anunciaba los nuevos impuestos de la corona española; con ese acto iniciaba la revuelta más fuerte y generalizada contra el dominio español en la nueva granada, No superada en brazos siquiera por la guerra de independencia.
La rebelión de los comuneros, encabezada por José Antonio Galán, caudillo de origen popular y piel oscura, fue parte en la oleada de luchas anticoloniales que recorrieron América a finales del siglo XVIII, como la insurrección andina de Túpac Amaru, la independencia de Norteamérica y la revolución Haitiana.
Para la historia de las luchas populares en Colombia, la revolución de los comuneros deja muchas lecciones que debemos aprender: la importancia de un programa revolucionario, el papel de una dirección radical y la necesidad de conservar independencia en la lucha.
Diferencias y similitudes
Si bien no se puede hablar de “programas” o “plataformas” de lucha para el siglo XVIII, es palpable que existieron diferencias de intereses entre los distintos levantamientos anticoloniales de la época, y de hecho varias líneas marcaron la lucha por caminos distintos. Hubo múltiples revueltas e insurrecciones a lo largo y ancho de América, pero los motivos fueron muy disímiles, así mismo los alcances del movimiento.
La independencia Norteamericana fue básicamente una revolución burguesa que pugnaba por liberarse del control inglés y formar una nación propia que defendiera los intereses de los nuevos comerciantes, terratenientes y fabricantes blancos Yankees. Las luchas indígenas como la insurrección de Túpac Amaru en los Andes o de los indios Wayúu, en la Guajira y los Paeces en el Cauca, pugnaban por autonomía frente al poder español y se marcaron por ser luchas de resistencia, que buscaban impedir la “demolición” de los resguardos y territorios indígenas. Algo diferente sucedió con los palenques, territorios autónomos de esclavos fugados que lucharon por sobrevivir independientes del poder colonial, de acuerdo a sus costumbres y formas de vida originarias de África. Abolieron la esclavitud en los hechos.
La revolución Haitiana fue tal vez la más radical de todas, pues extirpó definitivamente la dominación europea, liberó los esclavos e intentó fundar una república. En Haití, donde el 90% de la población era negra y esclava, se abolió definitivamente la esclavitud y fue el primer país de América en hacerlo, comenzando apenas el siglo XIX.
La revolución de los comuneros por su parte, aunque fue ahogada en sangre, tuvo destellos muy avanzados en su tiempo: repartir la tierra entre los indígenas y campesinos, liberar los esclavos negros y extirpar el dominio español, sólo la última de estas tareas fue realizada por la “gesta” independentista de 1810 – 1819. En ese punto la revolución de los comuneros se diferencia del resto de insurrecciones andinas de su época e incluso del proceso de tres décadas más tarde: tomó en cuenta a los tres actores sociales más importantes de la vida colonial: indígenas, esclavos y campesinos criollos pobres.
Un líder revolucionario
La revuelta hizo coincidir – en la lucha contra los impuestos – a dos sectores que tradicionalmente eran antagónicos dentro de la vida colonial: las clases populares y la aristocracia criolla de terratenientes y comerciantes. Los amos criollos usualmente se aprovechaban del descontento popular para capitalizarlo a su favor y presionar a la corona española, usando a los desposeídos como carne de cañón para luchar a favor de los intereses de los poderosos.
Las tendencias de la rebelión eran variadas, y algunos de sus “comandantes” – criollos notables y acaudalados – declararon más adelante haber sido “obligados” por el pueblo a ponerse al frente de la insurrección. Todas las clases sociales y sectores esperaban sacar beneficio de la revuelta; con lo que no contaban los gamonales y terratenientes era con que los pobres lograran hacerse a la cabeza del movimiento y tomaran el rumbo en sus manos. Como anota Indalecio Lievano Aguirre:
“las multitudes comuneras presionaban a sus jefes para que organizaran seriamente la sublevación y de la entraña del pueblo brotó el grito decisivo: ¡A Santafé! Fue ésta la consigna que espontáneamente se dio el pueblo en momentos en que sus jefes, representantes de la oligarquía criolla, sólo pensaban en servirse del temor que podían ocasionar a las autoridades los sucesos del Socorro, para conseguir ventajas personales y dirimir sus litigios con los peninsulares [españoles].”[1]
En esta ocasión el descontento de la masa parecía no tener límites y rápidamente comenzó a desbordarse y “salir de control”. Lo más peligroso, tanto para los criollos como para los españoles, fue la aparición de una figura que desbordó el movimiento y no aceptó la voluntad de los criollos ricos: el “pardo”[2] José Antonio Galán, un hombre instruido pero de origen humilde que tenía claros los intereses de las clases populares y que estuvo dispuesto a defenderlos hasta el final; el mejor ejemplo de ello fue su inspiradora y radical consigna: “¡Unión de los oprimidos contra los opresores!”
La lucha interna entre los sublevados no se hizo esperar, y los ricos notables de la región aprovecharon el primer momento que tuvieron para renegar de la rebelión y negociar con los españoles. La corona, que no tenía ni la mitad de combatientes de los que tenían los comuneros y temía que los sublevados de la provincia del Socorro entraran en contacto con los indígenas de los Andes que también se habían rebelado, aceptó la negociación en las llamadas “capitulaciones de Zipaquirá”. Se vio obligada a negociar, a engañar al pueblo porque de lo contrario la autoridad española podía ser fácilmente aplastada militarmente. Sin embargo y a pesar de las “capitulaciones” la revolución se abría paso:
“Comenzó entonces uno de los más espléndidos espectáculos de nuestra historia. De las villas, las aldeas y las campiñas brotaron millares de personas, armadas de palos, viejos fusiles o instrumentos de labranza, que a lo largo de caminos y veredas se encaminaron a los acantonamientos principales de la masa comunera. Lo que en un principio fue delgada fila de insurgentes se convirtió pronto en inmensa avalancha humana, sobre la cual flotaba, como una bandera, el sordo rumor de las quejas nunca oídas, de los sufrimientos no comprendidos de los desheredados, de las viejas frustraciones de un pueblo que marchaba, en apretadas montoneras, en busca de su destino. El río de la revolución acrecentaba su caudal con las aguas de millares de riachuelos tributarios.”[3]
Galán y el ejército de desposeídos que le seguía no aceptaron la capitulación y continuaron con la lucha, encabezando el ala más revolucionaria de la sublevación, es allí y sólo allí, cuando el pueblo decide tomar el destino en sus manos que podemos hablar de una revolución de los comuneros. Los criollos ricos que al principio se habían aprovechado de la situación traicionaron a Galán sabiéndolo una amenaza y lo dejaron sólo. Más adelante participarían de su juzgamiento y ejecución.
La marcha comunera, que según relatan las crónicas de la época sumaba masas de campesinos, indios y esclavos por donde pasaba, avanzó desde el Socorro con el objetivo de sitiar la capital y tomó las poblaciones de Las Cuevas, El Roble, Guaduas, Mariquita, Honda, La Mesa y Purificación (Tolima). Galán proclamó en Mariquita – entonces extensa zona minera – la libertad de los esclavos, un hecho sumamente revolucionario entonces en América, que rápidamente corrió de boca en boca y produjo sublevaciones en otras zonas mineras como Antioquia. Repartió las tierras de los latifundistas y convocó a los indígenas en Facatativá para que se unieran a la lucha y recuperaran sus resguardos. Se sabe que los Muiscas participaron ampliamente del movimiento y que levantaron reivindicaciones propias[4]. La dirección que Galán le imprimió al movimiento solucionar las bases profundas de la dominación colonial: la esclavitud, el problema agrario y la autonomía indígena. Fue un caudillo dispuesto a llevar la lucha hasta las últimas consecuencias; la victoria o la muerte, y así se verificó su derrota y su ejecución a mano de las autoridades reales.
Finalmente fue capturado y apresado, y la revuelta brutalmente reprimida. El primero de febrero de 1782 José Antonio Galán fue ejecutado, con el beneplácito de los criollos ricos que se habían beneficiado inicialmente de la insurrección. Su cuerpo fue descuartizado y los miembros colgados en las plazas de los pueblos insurgentes, como escarmiento a la población rebelde. La cabeza fue llevada al Socorro, el poblado que originó la revuelta.
Enseñanzas históricas
La revolución comunera está cargada de lecciones que bien pueden aplicarse a todas las luchas de envergadura importante posteriores en Colombia, comenzando por la guerra de independencia hasta nuestros días: la importancia crucial de aspiraciones y metas radicales, y de una dirección radical y revolucionaria.
Esas son sus falencias, y la principal de ellas fue la confianza excesiva del pueblo en los terratenientes y gamonales criollos, que no solamente abandonaron la lucha sino que traicionaron a Galán, lo que le costó la vida: este suceso que puede mal interpretarse como una simple eventualidad histórica revela de fondo profundas deficiencias en la organización popular porque demuestra que no estaba en capacidad de fundarse aun como un bloque propio y autónomo, independiente de las clases opresoras y capaz de erigirse como gobierno propio. Todo el mando principal de la revolución comunera estuvo en manos de terratenientes y notables criollos, no en manos de indios, negros o campesinos. Galán pagó muy caro el precio de su doble rebelión: rebelarse primero contra las autoridades españolas y luego contra sus jefes criollos que negociaron la insurrección.
La enseñanza enorme de la revolución comunera y de la figura de José Antonio Galán radica allí, en sus grandes alcances y también en esa carencia originaria que le costó la derrota: el pueblo debe sobreponerse a su destino, tomar la lucha en sus manos y llevarla siempre hasta las últimas consecuencias defendiendo sus intereses más elevados: acabar de una vez con la opresión y la explotación; pero debe hacerlo con independencia de los demás sectores y confiando siempre en sus propios medios y métodos, de lo contrario empeñaría su destino y su libertad en manos de sus verdugos, y repetiría la historia de 200 años de república: poner los muertos para que los opresores canten las victorias.
Si el pueblo no dirige e ilumina sus luchas, estarán perdidas de antemano. Por eso gritamos hoy con la memoria de José Antonio Galán y su ejército de comuneros: ¡Unión de los oprimidos contra los opresores!
[1] Indalecio Lievano Aguirre, “Los grandes conflictos económicos y sociales de nuestra historia”, cap.16
[2] “Pardos” era la denominación que recibían las personas de piel oscura – negras o mestizas – lo que denotaba su origen popular.
[3] Ibídem.
[4] Héctor Mondragón, “Los sectores populares en la independencia y en el bicentenario”, Fundación Hemera, 2009.