La inducción de los estudiantes nuevos: de lo que se dice (y lo que no se dice)
“Hay que dudar de todo…”[1]
Luis Enrique Arango, rector UTP
La bienvenida a los estudiantes nuevos se ha convertido en un rito institucional, en un acto momificado que no cambia. Se pronuncian siempre los mismos discursos, la misma pompa y circunstancia. Al respecto, el discurso de la rectoría obedece a tres elementos sobre los que desarrolla sus doctrinas: 1- los logros de la política educativa implementada por él, que se traducen en una “mayor cobertura” y en una universidad “de excelente calidad”, 2- consideraciones vagas e imprecisas sobre el papel de la universidad ante la sociedad, 3- los “riesgos” y “amenazas” a los que se verán sometidos los “incautos” estudiantes nuevos, menores de edad fácilmente manipulables que pueden “equivocarse” de camino sin querer.
La intervención de los representantes estudiantiles cojea detrás del discurso del rector, dicen lo mismo con palabras más feas, sin continuidad lógica y con una pésima oratoria. Sigue luego el video institucional que es un buen comercial ofreciendo un mal producto. El acto termina, como es cotidiano ya, con la intromisión de un grupo de estudiantes “revoltosos” que quieren hablar a los estudiantes nuevos pero no los dejan. Fin del rito.
Bien oímos durante el acto, hay que conocer “tanto lo malo como lo bueno”, y sobre “lo malo” poco o nada se ha dicho, ni en las inducciones, ni en ninguna comunicación oficial en los últimos años: los estudiantes nuevos no saben que entraron a una universidad en déficit (y a un sistema educativo en bancarrota), no saben que ellos pagan esa crisis con la matrícula y la pérdida de ciertas garantías, no saben que recibirán una educación diseñada por el Banco Mundial y el FMI, no saben que el “compromiso social” del que habla la administración es en realidad un compromiso con una parte de la sociedad: con las clases dominantes y gobernantes, no saben que si cuestionan esto recibirán garrote, en fin, no saben que el año pasado hubo verdaderos combates de los estudiantes en todo el país para lograr que el estado reconociera que sí había crisis.
¡Muchachos, ustedes han entrado a una universidad paradisíaca, templo de la excelencia, solo levemente sacudida por las protestas de unos cuantos “extremistas”[2]!
En un destello de sinceridad, el rector deja entrever que sí hay problemas: “ojalá” (dice señalando con la mano un futuro muy lejano) “el estado algún día se dé cuenta que debe dar más plata a las universidades” ¡Como si el estado no lo supiera! ¡Como si él no fuera una pieza más en la gran máquina del estado!
Mientras el acto se desarrollaba en un auditorio a reventar, con varias decenas de jóvenes sentados en el piso y los pasillos, lo que es un claro ejemplo de la política de cobertura irresponsable, el discurso de la máxima autoridad académica enfilaba todas sus armas para atacar al movimiento estudiantil.
Sin embargo, no ataca al movimiento estudiantil como debería, desde una postura política, sino que enumera un conjunto de “riesgos” y “amenazas” que tienen los estudiantes nuevos, y explica todo el problema con una serie de infantiles consideraciones morales. Es una evidente postura moral (o más bien, moralista) dividir la universidad en “buenos” y en “malos”, en los que como él se consideran “civilistas y partidarios del diálogo” y los que como nosotros somos “extremistas y partidarios de la imposición”, casi que dijera en “santos y profanos”.
Un poco antes han dicho él y sus representantes estudiantiles de bolsillo que la universidad es el centro de “la ciencia y la academia”, pero no es para nada científico acudir a explicaciones morales para un fenómeno social complejo: las contradicciones políticas y la lucha de clases al interior de la universidad.
Bajo su postura, todo viene mal desde que los muchachos se empiezan a comportar indebidamente y pierden el respeto a la autoridad. “Muchachos, deben saber que acá hay reglas que respetar” dijo el representante Iván Madrid Vega. El mismo rector ha colocado como ejemplo implícito el caso de las recientes expulsiones de líderes estudiantiles, “lamentablemente” dice, “hay personas que actúan mal y deben asumir las consecuencias”.
Esta concepción arcaica del respeto a la autoridad, del orden, de la obediencia ciega, del servilismo; esta terrible concepción moral de las contradicciones en la universidad, no es nueva. En una intervención suya en la cámara junior puede leerse textualmente “Mantener la boca cerrada y respetar las jerarquías directivas […] los pájaros no pueden tirarle a las escopetas. Excepto, que haya razones muy fundadas y demostradas, el superior tiene la razón. La primera oportunidad la debe tener el superior, no el subalterno.”[3] Sin lugar a duda a los jefes de la universidad les enerva profundamente que los estudiantes no mantengan la “boca cerrada”. Y para decirlo como es, el ÚNICO sector que no ha cerrado la boca durante esta década ha sido el movimiento estudiantil.
Toda la concepción moral de los problemas sociales – en este caso de la crisis universitaria – tiene una profunda raíz metafísica. El dilema no es que haya individuos “buenos y malos” que desestabilicen la universidad: las raíces materiales y reales de que la universidad esté en crisis han sido descritas a veces por los mismos directivos universitarios. Así, el vicerrector Fernando Noreña reconoció a un periódico que las universidades ya no son realmente centros educativos, y que cada vez se convierten más en empresas que prestan servicios de consultoría.
De igual forma, además de la crisis presupuestal y de la reforma académica que convirtió los programas académicos en simples formadores de “recursos” humanos para el mercado laboral capitalista, hay una verdadera crisis en derechos humanos, con un saldo negro para el movimiento estudiantil colombiano. El principal responsable de ello es el estado, y ha sido causa de muchos de los “extremismos” y protestas de las que el rector habla.
La administración se dice partidaria del “diálogo civilizado”, pero es un hecho conocido que la universidad y el estado se han negado siempre a negociar con los estudiantes; todas las reformas han sido impuestas y las protestas ahogadas con policías y balazos. El ejemplo de nuestro rector es diciente: ha autorizado en tres oportunidades el ingreso de la fuerza militar a la universidad para impedir protestas, ha ordenado abrir investigaciones, ha expulsado líderes estudiantiles y ha colocado cámaras de seguridad por todo el campus (el templo de la ciencia y la academia parece una cárcel) sin que todo ello le haya valido nunca el epíteto de “extremista”.
El problema no es moral, es político. La cuestión no consiste en dividir la universidad en “buenos y malos” sino en quienes detentan el poder y lo ejercen contra los que no lo tienen. Si los “muchachos” no quieren “obedecer” no se debe a simple rebeldía juvenil, la explicación está en las grietas profundas de la sociedad colombiana, en un sistema injusto y opresivo contra el que es justo rebelarse.
Si tanto se pregona desde la administración el papel que la universidad debe jugar en la sociedad, es claro que lo único que hace es sostenerla y apalancarla: una sociedad fragmentada en clases antagónicas, llena de campesinos desplazados, inundada por el narcotráfico y el gamonalismo, socavada por el imperialismo y las multinacionales, donde se ejerce una feroz dictadura de clase contra las masas populares y donde ni siquiera sectores liberales de la burguesía tienen el derecho de expresar sus posturas. En síntesis, un montón de cosas de las que la universidad no dice nada críticamente.
Como el temor más grande de las autoridades universitarias son los paros, es muy explicable que todos los discursos hayan sembrado incertidumbre frente a la situación de la universidad. La incertidumbre filosófica es el veneno que impide que los oprimidos tomen conciencia de sí mismos. Así, el propio rector ha negado o velado en ocasiones la crisis, y los representantes estudiantiles[4] han dicho que la información y “el chisme” de cafetería (¿las asambleas?) no deben ser tomados en cuenta. Un representante ha dicho que “cada cual tiene su verdad” pero “no vamos a permitir que otros vengan a imponer por la fuerza sus posiciones”. Evidentemente tan inmenso saber filosófico no es de su propia cosecha, pues el rector en su discurso lanzó la mejor de todas las alusiones filosóficas al movimiento estudiantil, plagiando a la filosofía cartesiana: “Hay que dudar de todo”.
Lo que él cree que es demostración de inteligencia, es en realidad una increíble contradicción con todo su discurso anterior y una muestra de torpeza, porque está citando a Carlos Marx.
Para desgracia del rector y de todo el discurso que les vomitaron a los estudiantes nuevos, “dudar de todo” es una sentencia que no admite consideraciones morales, es la premisa para derrocar toda autoridad, para socavar todas las verdades oficiales, todas las morales, todos los regímenes injustos e impuestos. La rebeldía implica la negación del orden existente: dudar de él es comenzar a negarlo.
Quieren que dudemos de todo, y lo haremos, empezaremos por dudar de la educación que recibimos, dudamos de su paradisíaca universidad para la excelencia, dudamos de sus buenas intenciones al subir las matrículas, dudamos de ustedes subastadores de la educación, mercaderes del conocimiento, dudamos de su democracia y de sus garantías, de su diálogo civilizado que nunca ha existido, de sus currículos y planes académicos diseñados por el imperialismo.
Y también citamos a Marx, pero completando la frase: que de la duda nazca la certeza, que en la crítica florezca la razón, que el viejo orden se desplome empujado por el nuevo. Al negar su política e ideología afirmamos la nuestra. Esta década, que sus discursos han promocionado como el máximo logro para la educación superior, es una catástrofe para nosotros: ustedes quieren convertir la universidad en un gigantesco escaparate para la venta, nosotros queremos devolverle al conocimiento el papel transformador y revolucionario que se merece. Ustedes quieren una maquila educativa, nosotros un arma para la lucha. Frente a este punto nunca podrá haber diálogo.
[1] “Dudar de todo” (Omnibus Dubitat) es realmente una sentencia latina, era la frase predilecta de Karl Marx.
[2] Sobre este tema hay confusión: algunos (como Juan Guillermo Ángel, miembro al CSU) apuntan que los extremistas son unos 300 y que hay que expulsarlos a todos de la universidad, otros, como la revista semana, reconocen que son alrededor de 4.000 y que han realizado contundentes “actos simbólicos” y marchas, que pudieron apreciarse bien el año pasado.
[3] INTERVENCIÓN CÁMARA JUNIOR de Pereira, Luis Enrique Arango Jiménez, 14 de Octubre de 2006.
[4] Jesús Sinisterra (“chucho”), Iván Madrid (antiguo militante del MOIR) y John Eddierth (“Schón”).
“¡Asesino!”, “¡Asesino!”… Crónica de una visita indeseada.
El viernes pasado la Universidad Tecnológica de Pereira y la ciudad recibieron una (in)grata sorpresa: el Ministro de la (des)protección social, Diego Palacios, reemplazo del finado “San” Luis Londoño, se aventuró a defender la última atrocidad del Estado colombiano: la reforma a la salud.
Este mercader de la muerte, responsable de llevar a cabo varias reformas laborales y pensionales (supremamente nocivas para el pueblo), se ha mantenido siete años en su puesto por la capacidad que tiene para pisotear los derechos de los trabajadores, derechos ganados en décadas de lucha. La burguesía colombiana adora al ministro, los “líderes” sindicales le lamben, los trabajadores y el pueblo colombiano lo detestan.
Frente a un auditorio dividido entre burócratas del gobierno, politiqueros en campaña que posan de opositores, académicos y estudiantes que querían cuestionarlo, el ministro no convenció a nadie. Su táctica fue similar a la de Uribe: ocultar la realidad con estadísticas falsas, con comparaciones absurdas, con respuestas que evaden las preguntas.
Pero, como dice una canción de Piero, “las cosas se cuentan solas, solo hay que saber mirar”. Desde que se implantó la ley 100/1993 en salud, vemos como se ha asfixiado los hospitales públicos, como han perdido sus derechos los trabajadores de la salud, como sufren los pobres el “paseo de la muerte” de clínica en clínica, como luchan diariamente las gentes del pueblo para conseguir una cita médica, un medicamento esencial, un procedimiento quirúrgico. Si tenemos ojos para mirar, lo que vemos es la indiferencia del Estado y de los monopolios de la salud ante el sufrimiento del pueblo.
Todo esto se le confrontó en la cara al ministro. Pero aún le esperaba una sorpresa más: a la salida lo encaró un grupo de manifestantes, entre estudiantes, trabajadores y gente del común, que le gritaron en la cara lo que es y el sistema que representa: una pandilla de ASESINOS, vestidos de militares algunos, otros de corbata y smoking, todos al servicio de los grandes capitalistas.
Efectivamente, las reformas a la salud pretenden recortar aún más el pésimo servicio que presta el sistema. Pretende que sean los propios enfermos quienes paguen los gastos, con sus haberes, con sus ahorros, con sus cesantías. Pretende arrebatarles a los médicos la autonomía en la formulación de medicamentos o procedimientos ya que pueden resultar “costosos” para las EPS y disminuir sus ganancias. Pretende ahorrar gastos al Estado al acabar definitivamente los hospitales públicos, ampliando el mercado (si así puede llamarse a la salud del pueblo) a las EPS privadas.
Lo que está en juego es nada menos que la vida de la gente. Al parecer eso no se lo dijo nadie al ministro durante el debate, pero había que decirlo claramente; ASESINO él y su ministerio, ASESINO el presidente y su régimen, ASESINOS del pueblo, con armas y con decretos. El imperio de seguridad y confianza inversionista que el gobierno Uribe prometió, está manchado con la sangre del pueblo, por donde quiera que se mire.
Faltaron cosas para decirle al ministro, y para arrojarle, en medio de una lluvia de papeles e injurias que causó mucha conmoción en los noticieros y periódicos. El señor estrella de la explotación capitalista huyó despavorido ante la multitud, como todos los fascistas, necesitan helicópteros y tanques de guerra para andar tranquilos por su tierra. “Asesino” gritaban los estudiantes, y el ministro corría como un ladronzuelo asustado.
Faltan cosas por decir: la política aplicada al sector salud, ¿no es la misma que impusieron a la educación pública? ¿No se ha venido convirtiendo la educación en un “mercado” donde pescan los capitalistas privados nacionales y extranjeros? Los recortes a la salud y educación del pueblo, ¿tienen algo que ver con el auge de mega-proyectos para el saqueo capitalista?, ¿con la ampliación del presupuesto militar?, ¿con la extendida burocracia, corrupción y despilfarro estatal? Y ¿Qué tiene que ver el Banco Mundial y el FMI en todo esto? ¿No fueron todas políticas impuestas por ellos, supuestamente para “mejorar” y “racionalizar” los recursos del Estado?
Eso sí, los recursos para garantizar la explotación y la opresión, jamás se recortan. Plata para la guerra y la barbarie a manos llenas. El ministro de salud, que es el mismo ministro del trabajo, al tiempo que acaba con la salud para el pueblo, acusa a los sindicalistas de guerrilleros, en un país que pone cada año más de la mitad de todos los sindicalistas asesinados en el mundo.
El debate demostró teóricamente que los argumentos del régimen son mediocres. Que se le está acabando el oxígeno. Ahora al presidente mafioso y paramilitar lo chiflan hasta en la Tadeo Lozano. Pero no basta el repudio y la crítica de sus argumentos. Hay que someter a crítica su poder y su dominación, y eso sólo puede hacerlo la lucha organizada del pueblo colombiano.
Las lecciones de Haití para el Eje Cafetero
Cuando las relaciones sociales preparan las condiciones para la tragedia
Corriente Progresista de Intelectuales.
El reciente terremoto en Haití, está cargado de lecciones. Al igual que el sufrido pueblo de la isla, nosotros estamos en una zona de alto riesgo sísmico y al igual que ellos, las condiciones sociales son propicias para una catástrofe.
Desde hace décadas los seres humanos han adquirido conocimiento del fenómeno sísmico y han podido mitigar sus poderes destructivos. Pero esta capacidad depende del país donde se viva: un terremoto de 6.5 grados en la escala de Richter, sacudió al estado de California durante 2004 y sólo tres personas murieron. En el eje cafetero un sismo de 5,7 grados arrebató dos mil vidas en 1999. En Haití el reciente terremoto causó por lo menos doscientos mil muertos. ¿A qué se debe ésta diferencia?
En el eje cafetero se presenta un temblor fuerte cada 10 años. Se conoce la ubicación de la falla y cuáles ciudades están en peligro. No obstante, sucesivos gobiernos han descuidado por completo la construcción de viviendas seguras para el pueblo. Los predios urbanos se encuentran monopolizados y esto ha disparado el precio de la tierra. Por la escasez de vivienda, la gente ha tenido que construir más pisos hacia arriba para albergar a sus familias. Estas casas se han levantado con muros en ladrillo y los techos son pesadas vigas de metal. En caso de terremoto, las viviendas se convierten en verdaderas trampas mortales.
El desplazamiento de campesinos hacia las ciudades se ha incrementado sustancialmente. Miles de familias han tenido que ubicarse en empinadas laderas o en cañadas a la orilla de los ríos. Todo esto configura un marco propicio para la tragedia. La gente no se muere sólo por los sismos, derrumbes o inundaciones, sino por relaciones económicas y sociales que los obligan a vivir en circunstancias lamentables. El sistema abona el terreno para la tragedia. La naturaleza sólo da la estocada final.
Los servicios de salud son deficientes; no existen planes de emergencia, provisiones médicas ni tiendas de campaña. Las autoridades hacen muy poco para orientar a la población en cuanto a preparativos, planes de prevención y evacuación. Esto quedó bien claro en la tragedia de Armero en 1985, a raíz de la erupción del volcán nevado del Ruíz. Aunque se conocían los desastrosos efectos del deslave y las zonas de riesgo, (recuérdese la comisión francesa que visitó la región), el gobierno prefirió guardar silencio. Tal vez consideró más apropiado dejar que la avalancha sepultara al pueblo, que tener que lidiar con 25.000 damnificados. Pesaron más las implicaciones políticas del asunto, que la supervivencia de las personas.
El terremoto del 99 golpeó con mayor fuerza a las regiones más pobres. “El concreto aplastó a Armenia”, decía un titular de la época. Pero habría que añadir que, al mismo tiempo, sacó a flote la inmensa pobreza de la ciudad. Eran decenas de miles las personas que estaban viviendo bajo la superficie, en cañadas y laderas, en casas miserables sin estructura. Estos fueron precisamente los factores que configuraron la tragedia en Haití, el país más pobre de América, el primero que conquistó su independencia mediante una revolución exitosa de esclavos, el que solo figura cuando algún huracán, hambruna o terremoto devasta su territorio.
Cada año, cientos de miles de personas en el mundo, sobre todo de los países oprimidos, son víctimas de terremotos, hambrunas e inundaciones. Es obvio que los seres humanos están trabados en una batalla continua con la naturaleza. Pero esta batalla depende de las condiciones sociales, de quién controla los recursos, la ciencia y la tecnología. Levantar edificios y viviendas en un país con riesgo sísmico, y por demás pobre, acudiendo a la tecnología “dura” y costosa del cemento y el hierro, es un verdadero contrasentido. Aquí tenemos a la mano la tecnología de la guadua (nuestro “acero biológico”) o la madera fina de nuestros bosques, barata, ecológica y al acceso de la gente. Los expertos en el tema dicen que las construcciones en guadua no son “sismo-resistentes” sino “sismo-indiferentes”.
Pero al sistema económico y sus representantes no le interesan propuestas que den autonomía a la gente, ni “tecnologías blandas” basadas en sus propios recursos. Ellos seguirán construyendo viviendas y edificios de hormigón que se convertirán en tumbas durante el próximo terremoto, porque eso es “beneficioso” a los monopolios del cemento y a los grandes consorcios constructores. No pueden actuar en contra de sus propios intereses, así los estudios científicos reclamen lo contrario, pues su mentalidad de colonizados les impide pensar los problemas del país con cabeza propia, buscando soluciones creativas a problemas concretos, lo cual resulta bien costoso en términos económicos y en vidas humanas.
Lo más triste es que luego vienen los lloriqueos sobre la leche derramada. La diferencia entre los cálculos de nuestros dirigentes y los de la niña del cuento, es que a nuestros “prohombres” no sería la primera vez que se les quiebre el cántaro.
Tomado de www.lacorrientepereira.info
Las próximas columnas analizaran situaciones de actualidad, a la luz de una crítica del concepto de democracia, sus precarios alcances y profundas limitaciones en la Colombia contemporánea.
Democracia ¿Para Quién? ¿Para qué?
La universidad de los informantes.
Hay una verdadera polémica en la prensa por la medida desesperada de Uribe de reclutar informantes en las universidades públicas. La crítica al gobierno por sus arbitrariedades toma varios matices, algunos no se distancian realmente del presidente, mientras otros aparentemente rechazan la medida. Sin embargo ninguno se aleja del orden establecido, en unos casos lo defienden, en otros quieren mejorarlo y en otros lo embellecen. Todos los que critican la política de informantes coinciden en algo: no cuestionan el sistema social del cuál Uribe Vélez y sus políticas son una simple manifestación.
Antes de ofrecer nuestra visión hay que formular unas preguntas pertinentes: ¿Acaso Uribe no anunció en su programa de gobierno que reclutaría un millón de informantes? ¿Fue un fracaso su política de “seguridad democrática” y ahora debe acudir a… ¡estudiantes!? ¿No se ha jactado públicamente de saber a qué organizaciones pertenecen algunos de los reconocidos líderes estudiantiles[1]? Es evidente que el régimen se queda sin oxígeno, lo que obliga a sus monigotes a medidas desesperadas para solventar la crisis, profundamente anti-populares. La oposición lo ataca desde diversas perspectivas. Pero ¿cuáles son esas perspectivas?
Algunos derechistas como Vargas Lleras o Noemí Sanín cuestionan el ofrecimiento de “bonificaciones”. Están de acuerdo con Uribe en construir un Estado policíaco, donde la gente colabore con los aparatos represivos, pero sin cobrar por ello. Para ellos no es malo que haya millones de informantes civiles; lo malo es que no colaboren conscientemente.
Otros, aducen que es una medida antidemocrática que involucra a civiles en el conflicto interno. Si bien todo ciudadano está en la obligación de cumplir la ley, es al Estado a quien corresponden las labores de inteligencia y represión - y no a los civiles. No se cuestiona entonces la represión, es decir la “violencia organizada” del Estado. Se cuestiona simplemente a quienes corresponde ejercer esta violencia. Esta es la posición del liberalismo oficialista.
Para la socialdemocracia tipo POLO, e incluso intelectuales progresistas como Alfredo Molano o Hector Abad Faciolince, la medida es un despropósito y una clara política fascista que, al igual que en la Alemania de Hitler o en la Italia de Mussolini, reclutó a amplios sectores de las masas y los organizó en cuerpos de choque reaccionarios, para aplastar las organizaciones de resistencia popular y cualquier tipo de oposición al régimen. De hecho lo consideran un resurgimiento de las famosas “Convivir”, aquellos grupos civiles de cooperación militar que luego se convirtieron abiertamente en grupos paramilitares. Además, la medida lesiona la “autonomía universitaria” pues involucra sectores de la academia en un conflicto supuestamente “ajeno” a los estudiantes.
Pero los liberales y socialdemócratas se hacen la vista gorda al hecho de que la universidad SIEMPRE ha estado infiltrada y siempre lo estará, no importa que tan democrático, liberal o ajustado al “estado de derecho” sea el gobierno de turno. Ni siquiera en las épocas en que el movimiento estudiantil era afín al liberalismo y lejano todavía de la izquierda, ha dejado de estar infiltrado[2]. De cuando en cuando se informa de frecuentes grescas y retenciones de informantes por parte de estudiantes en las universidades públicas del país, descubiertos en medio de asambleas o marchas estudiantiles. Y es que por generaciones los informantes han sido simples estudiantes reclutados por las fuerzas militares con el objeto de pasar informaciones sobre los movimientos estudiantiles, los partidos políticos de izquierda, sus líderes y estrategias de lucha.
Es obvio que el régimen actual busca oficializar la política de infiltración y hacerla pasar como una cosa “natural” y “necesaria”. Pero los liberales no llegan muy lejos con su crítica. En esencia, desconocen que mientras haya clases sociales y lucha entre ellas, la clase en el poder tomará medidas represivas contra los oprimidos y eso no depende de este o aquel sistema de gobierno en particular o de la buena o mala voluntad de un presidente. Este enfoque de hecho niega la existencia de clases con intereses antagónicos en la sociedad y siembra la ilusión de que puede haber “Estados” que representen los intereses de toda la sociedad y que no tengan que acudir a la represión para garantizar su dominio. El tan anhelado “Estado Social de Derecho”, se supone, sería uno de este tipo.
La cruda realidad está bien alejada de esta ficción. Lo que se está dando es un choque frontal entre los sectores más avanzados del pueblo colombiano y las reaccionarias clases dominantes, en este caso entre el movimiento estudiantil y el régimen actual. Pero incluso no hay que olvidar, que recién sancionada constitución de 1991 y en pleno vigor el llamado “Estado social de derecho”, el pueblo vivió uno de los períodos más represivos de su historia, con medidas profundamente antipopulares, bajo el régimen de Cesar Gaviria, ahora supuesto “paladín de la democracia”.
Por décadas, el pueblo colombiano conoce bien la política represiva del sistema, ya sea bajo regímenes liberales o conservadores, de “izquierda” o de derecha, democráticos o francamente dictatoriales. Esta política ataca a todo aquel que ose levantarse contra la explotación y la opresión, a todo aquel que se organice y resista. La cuestión no es de métodos usados para infiltrar, ni siquiera de si se viola la ley al hacerlo. Es un problema que trasciende la ley y la Constitución, porque el estado necesita garantizar sus intereses, su seguridad y su dominación. Es una ley de la lucha de clases y más vale preparase para enfrentarla que no sembrar ilusiones sobre Estados ideales no represivos.
La legislación y el Estado colombiano tienen, y para ello sobran ejemplos, un marcado carácter clasista. Ha sido la herramienta más eficaz de los capitalistas y terratenientes, así como un instrumento al servicio de la dominación imperialista en nuestro país. El que no lo crea que mire a que clase favorece el programa Agro Ingreso Seguro, en manos de quién están quedado las tierras de los desplazados, a quien sirven los decretos que reforman el sistema de salud, o la instalación de bases militares extranjeras en nuestro país.
Por lo tanto la diferencia entre si se aplica una política represiva ilegal, paraestatal y masiva como la de Uribe Vélez, o si se aplica otra legal, estatal y concentrada en las fuerzas armadas, con todas sus “hermosas” garantías constitucionales, no es realmente sustancial: en esencia ambas constituyen la dictadura de la gran burguesía y los terratenientes, en el primer caso descarada y brutal, en el segundo, encubierta y embellecida.
Ninguno de los dos Estados representa los intereses del pueblo y, por lo tanto, no debe entregarles su apoyo. Esa dictadura “uribista” y su contraparte, la democracia liberal, no representan más que los intereses de las clases en el poder. Difieren entre ellas, evidentemente, en cuanto a los medios, y tal vez en cuanto a algunos fines, pero no son más que el mecanismo de recambio para oprimir y engañar al pueblo cada cuatro años.
Entonces preguntamos, democracia ¿Para quién? Es claro que se toman decisiones constantemente al interior del estado, es claro que se ejercen medidas, decretos, normas, es claro que se logran consensos al interior de las clases dominantes, pero ¿a quién le sirven? ¿En función de qué intereses, de que voluntades? Si vamos a hablar de democracia no lo hagamos en abstracto, hablemos de amplia democracia para los grandes burgueses y terratenientes, y dictadura para el pueblo de obreros, campesinos y clase media. En la sociedad de clases no tiene caso hablar de “democracia” en abstracto y “dictadura” en abstracto. No existe ni existirá democracia sin dictadura. Son dos caras de una misma moneda.
No basta decir que la medida de los informantes es antidemocrática. Ni siquiera decir que viola la autonomía universitaria, pues es iluso pensar que una clase permitirá “autonomía” a sus oponentes en una esfera tan crucial como la educación superior. Jamás permitirán así no más que las universidades se conviertan en centros de oposición y resistencia. Tampoco se trata de mantener a los estudiantes al margen del conflicto, pues ¿de qué conflicto se trata? ¿Acaso no está trabado el pueblo colombiano en un conflicto con sus opresores? ¿Acaso no nos afectan las medidas anti populares del régimen, como la privatización de la educación pública?
Nosotros nos oponemos al reclutamiento de estudiantes en las filas de la reacción, pero estamos por integrarlos a las filas de la revolución. Su política ataca directamente al estudiantado mientras la nuestra ayuda a liberarlo. Son dos políticas distintas, dos sistemas sociales, dos clases opuestas las allí representadas. Ellos buscan dividir al estudiantado, reprimir su justa lucha y poner precio a la cabeza de sus líderes. Nosotros buscamos unir al estudiantado, lanzarlo a la lucha y proteger a nuestros lideres. No vamos a permitir que contrapongan “masas contra masas”, estudiantes contra estudiantes, pueblo contra pueblo.
En suma, no se trata de mejorar o suavizar este o aquel método de dictadura, sino la dictadura misma de los reaccionarios contra el pueblo. No se trata de aflojar un poco las cadenas, sino de romperlas para construir un mundo totalmente nuevo. En eso también, la juventud va adelante.
[1] En una conferencia latinoamericana sobre educación superior hace varios semestres Uribe amenazó a varios activistas que lo denunciaban con carteles y consignas, afirmando saber con certeza cuál era su filiación política.
[2] Un ejemplo de ello es la trágica marcha del 9 de junio de 1954 en Bogotá, donde agentes secretos provocaron la masacre de varios estudiantes de la Universidad Nacional. Al respecto puede consultarse una interesante investigación de Carlos Medina Gallego: “8 y 9 de junio, Día del estudiante, crónicas de violencia 1929 – 1954”, Ediciones Alquimia, Bogotá, 2004.
Democracia ¿Para Quién? ¿Para Qué?
El caso Jhonny Silva: Radiografía del Estado Colombiano
“Colombia es el país de la impunidad”[1]. No solamente es el país de la impunidad: es también el imperio de la ley, de los militares, de los burócratas, de las instituciones. Es “la democracia más sólida de América Latina”, como dicen en Washington.
Para los demócratas, liberales y defensores de la constitución del 91, la democracia se sostiene en las leyes. En un país donde la gente – y el estado fundamentalmente– no violen las leyes, la democracia puede desarrollarse a plenitud. El estado Colombiano viola permanentemente su propia legislación: es el principal cuestionamiento de los demócratas. Pero como decía esta publicación en números anteriores, la relación es doble y no se limita únicamente a desconocer la ley, sino principalmente a ejercerla, lo que quiere decir que el estado colombiano y las clases en el poder ostentan el monopolio de la legalidad y también de la ilegalidad, de acuerdo a sus conveniencias. ¿No se han lucrado y financiado del narcotráfico – un negocio “ilegal” – todos los sectores políticos que han merodeado por la casa de Nariño en las últimas décadas? ¿No han utilizado la violencia legal – ejército y policía – y la ilegal – paramilitares, bandoleros, pájaros – cada que ha resultado conveniente para frenar la resistencia popular, por lo menos desde los años 50?
Analizaremos esto a la luz del cuestionamiento a la democracia en el país “más democrático de América Latina”, con un ejemplo concreto para el movimiento estudiantil: el caso Jhonny Silva.
Jhonny Silva murió de un disparo en el cuello durante una incursión del ESMAD a la Universidad del Valle al anochecer del 22 de Septiembre de 2005. No pertenecía a ningún grupo ni organización estudiantil, no participaba en las protestas que se realizaban ese día, su “falta” fue no correr – era discapacitado – cuando la policía ingresó al campus. Estamos ante un crimen de estado, pero veamos toda su dimensión.
Es ilegal que la policía mate por la espalda a civiles desarmados. Pero no es ilegal que los policías o militares que cometan esos crímenes sean juzgados con un régimen especial que en Colombia se denomina “justicia penal militar”[2], lo que lleva en la práctica a que los crímenes quedan impunes y los responsables son declarados inocentes: la legislación colombiana PROTEGE a los miembros de sus fuerzas represivas que cometen crímenes y desampara a las víctimas. Jhonny Silva no fue la excepción, por ello los familiares y activistas estudiantiles hicieron todo lo posible para llevar el caso a la justicia ordinaria, que no por ordinaria es más justa e imparcial: la fiscal que debía hacer la acusación sobre el agente de policía responsable de disparar el arma se negó, argumentando que no dañaría la carrera de un joven policía con el futuro por delante.
¿Quién es culpable del asesinato de Jhonny? el estado colombiano operó rápida y eficazmente para impedir que su propia justicia llegara a conclusiones en el asunto. El caso Jhonny Silva se convertía en una avalancha de opinión pública entre una coyuntura nacional de paros y lucha estudiantil – el año 2005 – que no favorecía al estado.
Por eso los testigos del proceso fueron asesinados. El más relevante fue Julián Hurtado, representante estudiantil y activista de Univalle, quién se abanderó del proceso y lo denunció ampliamente. Unos sicarios lo mataron a la medianoche después de una reunión con autoridades civiles y policiales de Cali donde justamente se trataba el tema, el 5 de Octubre de 2006. Pasaba un año y el asunto cobraba más vidas sin resolverse.
Parecería que la responsabilidad de este nuevo crimen no tiene que ver con el aparato estatal colombiano y que puede ser atribuido a “delincuentes”, pero nuevos hechos vinieron a cerrar el círculo: Katherine Soto, la joven estudiante que recogió a Jhonny herido y que dio aviso a sus padres, fue baleada cerca a Buenaventura por tropas del ejército y murió el 3 de agosto de 2007. A eso los noticieros le llamaron en su momento un “error militar” pero es bastante claro que se deshicieron de una testigo clave en el proceso.
Después de eso, Andrés Palomino, el único testigo vivo, fue detenido por la policía y acusado de terrorismo en el marco de unos disturbios estudiantiles en los cuales nunca estuvo, en el 2008. Pasó varios meses en la cárcel y finalmente lo liberaron por falta de pruebas. Pero le cobraron su único delito: estar vivo y atestiguar contra los miembros del ESMAD.
Distintas técnicas de dominación y dictadura se manifiestan en esta historia: la policía, el ejército y los paramilitares se encargaron de intimidar, asesinar o encarcelar a testigos, familiares y activistas; los jueces y funcionarios se encargaron de proteger a los asesinos; las leyes, los decretos, el cuerpo jurídico hace invulnerable al estado, privilegia a sus miembros; los gobernantes y los medios de comunicación se solidarizaron con la policía y la defendieron públicamente (una verdadera solidaridad de clase): el presidente Uribe autorizó el ingreso del ESMAD a la universidad y salió a defender por televisión al comandante responsable[3]; el alcalde de Cali estuvo implicado en los sucesos y nunca aceptó su responsabilidad; funcionarios de la universidad cortaron la luz para que la policía entrara; los investigadores eliminaron las evidencias y modificaron la escena; los noticieros ocultaron el hecho y nunca lo denunciaron en sus justas proporciones. Todo el aparato estatal y paraestatal se movilizó conjuntamente, y ante todo LEGALMENTE, para ejercer su dictadura contra unos jóvenes que se convertían en símbolos de la resistencia estudiantil.
Y hoy, cuando los jueces saben con certeza el nombre del agente que disparó el arma, éste sigue libre y el caso continúa empantanado. Tampoco hay condenas por la muerte de Julián Hurtado, de Katherine Soto y de William Ortiz (otro estudiante de Univalle asesinado entre toda esta historia)
Entonces ¿Quién es el culpable del asesinato de Jhonny?: el responsable de los crímenes es el sistema en su conjunto, y no uno o dos individuos “manzanas podridas”, todo el orden social y los intereses que ese orden defiende son culpables del crimen.
En un orden de justicia y legalidad ideal como el que defienden los demócratas, si tal legalidad y justicia “imparcial” existiera, si la supuesta igualdad ante la ley fuera una realidad, deberían estar presos todos los sujetos e instituciones que colaboraron y facilitaron los hechos, desde el presidente hasta el agente de policía. Pero tales estados de justicia y legalidad ideales no han existido nunca, y no existirán, lo que si existe son los estados reales, por ejemplo, el estado burgués del que Colombia es un excelente exponente.
Toda esa serie de barbaridades, revelan algo más profundo y complejo: el estado actúa como conjunto y en esencia defiende los intereses de las clases que lo componen. Ello es más claro cuando se tiene en cuenta que el “equilibrio de poderes”, es decir, el poder ejecutivo, legislativo y judicial, actuaron de la mano y se “equilibraron” para encubrir el crimen y proteger los responsables: los policías cometen el asesinato, una ley aprobada por el congreso los hace invulnerables y los jueces actúan en consecuencia con dicha ley. La totalidad del orden constitucional colombiano y no únicamente sus aparatos militares, estuvieron en contra de las víctimas.
Así mismo la ilusión de que algunas entidades e instituciones – como la defensoría del pueblo o la procuraduría – ayudan a descentralizar el poder estatal y a garantizar los derechos de los “ciudadanos” no pasa de ser eso, una mera ilusión: la procuraduría abrió proceso contra el mencionado capitán Bonilla, pero hasta finales del 2009 éste seguía libre y patrullando.
A veces castigan los responsables, meten preso al asesino, pero el sistema social sigue intacto y su esencia se fortalece, eso hace que Colombia siga siendo a los ojos de sus amos norteamericanos “la democracia más sólida de América Latina” y tienen razón: es el país donde la burguesía y los terratenientes pueden tomar sus decisiones más libremente y más democráticamente entre ellos, y ejercerlas sin contemplaciones contra la gente.
Es por esto que denunciar las arbitrariedades estatales en el estrecho marco de la democracia y la legalidad burguesa oculta una incómoda verdad: legal o ilegalmente, el estado será siempre un aparato de dominación como decía Lenin. Es cierta la afirmación de que existe una “ley de clase” en cuanto constituye los intereses de los sectores que detentan el poder político y económico; pero es cierto también que existe una administración de la justicia y un control – y uso – de la ilegalidad que también obedece a criterios de clase. Así es como pasa más tiempo en la cárcel un ladrón callejero que un senador paramilitar: todo el andamiaje social y el ordenamiento estatal y jurídico predisponen que unos delitos sean castigados y otros no, que en unos casos pesen más sobre la gente pobre o desprotegida que sobre los miembros de las clases dominantes e incluso que un mismo delito como el homicidio, tenga penas diferentes – o no sea penalizado – dependiendo de su contexto político. Y también que haya prácticas supremamente nocivas para la gente pobre – como la usura y los intereses bancarios – que no sean consideradas delitos por el estado.
Y el caso Jhonny Silva es una ofensa más – aberrante, claro está – en la larga lista de crímenes que las clases dominantes cometen diariamente contra el pueblo colombiano. Podríamos enumerar comunidades como Trujillo, El Nilo, El Salado, San José de Apartadó, El Naya, la Comuna 13, San Onofre, Macayepo, El Chengue, El Aro, y a nuestra memoria llegan escenas dolorosas. Podemos nombrar personajes o individuos como Eduardo Umaña, Jaime Garzón, Chucho Peña o Nicolás Neira – y quién sabe cuántos y cuántos más –, Podemos hacer listas interminables que ratifican que Colombia es el país de la impunidad, el país de la dictadura más feroz de América.
Confiar en la ley, en las instituciones o en la justicia burguesa no aporta mayor cosa a la lucha de los estudiantes; debemos aprender del caso Jhonny Silva en su aspecto más negativo: la ley está hecha fundamentalmente contra nosotros, y cuando raramente llega a favorecernos, el sistema no duda un instante en saltársela.
Decirle lo contrario a nuestros compañeros, seguir sembrando ilusiones, creer que las tutelas o los gobernantes de turno van a solucionar los problemas que solamente podemos solucionar con nuestra lucha, es mentir descaradamente. Ningún cambio social importante se ha llevado a cabo por las leyes, siempre ha necesitado de la lucha y la organización popular. Ninguna clase social renuncia a su poder y privilegios pacíficamente. Hasta que no comprendamos eso, hasta que no renunciemos conscientemente a los estrechos medios que nuestro opositor nos ofrece, Colombia seguirá siendo – sabrá quién por cuánto tiempo más – la “democracia más sólida de América Latina” y a la vez el país de la más innombrable impunidad.
Por nuestros muertos y desaparecidos: ¡Ni un minuto de silencio, toda una vida de combate!
[1] Es el título de un documental de Hollman Morris sobre los falsos positivos: la madre de un joven asesinado en Santander pronuncia la frase.
[2] Lo que puede resumirse en la siguiente fórmula: los militares se juzgan entre sí, los asesinos se absuelven a sí mismos. Ejemplos: el palacio de justicia, el general –paraco- Rito Alejo del Río, los falsos positivos, el asesinato de Jaime Garzón, San José de Apartadó, la masacre de Mapiripán, la matanza del Nilo, etcétera, etcétera…
[3] Las palabras textuales del presidente para resaltar el “intachable” nombre del comandante de la policía de Cali, un día después del asesinato, fueron: “lo escogimos con lupa”, y vemos que no se equivocaba, el comandante cumplió con su deber represivo muy bien.
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